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INTERNACIONAL


Mukwege: el disidente que decidió rechazar la violencia



El País / Congo / Viernes 5 de octubre del 2018

El ginecólogo congoleño Denis Mukwege, nacido en el este de la República Democrática del Congo, ha trabajado en su tierra desde el inicio de la guerra operando a las mujeres víctimas de violencia sexual, convirtiéndose en uno de los mayores especialistas en tortura genital. Con el bisturí, salvando miles de vidas, y levantando la voz contra la impunidad, Mukwege se ha negado a “normalizar” la violencia de una de las guerras más cruentas del mundo.

Las bellas colinas que rodean el lago Kivu no siempre han estado rociadas de milicianos, soldados, refugiados, muertos y abusos aberrantes. Que Malika, con 15 años, tenga que convivir con su violador como vecino —su violador, el que pasó una sola noche en la cárcel—; que 40 niñas menores —incluidos algunos bebés— sean violadas durante tres años en una pequeña localidad, Kavumu, por una secta liderada por un diputado provincial; o que el equipo de un solo doctor como Mukwege haya tenido que operar a más de 50.000 mujeres desgarradas por la violencia sexual; no siempre fue así.

Cuando el joven de Bukavu, Denis Mukwege, decidió especializarse en ginecología tras sus estudios de Medicina en Burundi, la guerra no había aterrizado aún en la República Democrática del Congo. A Mukwege le impresionaron las malas condiciones y los riesgos que asumían las madres al dar a luz, y por eso se fue a estudiar a Francia y se convirtió en ginecólogo. A eso se dedicaba hasta que llegó la guerra. Para Mukwege, para miles de mujeres, para todos los ciudadanos del este del país todo cambió.

Mukwege se topó de frente con la guerra con una masacre, el mismo año que empezó el conflicto. Era 1996, él dirigía el Hospital de Lemera y un día, mientras estaba fuera evacuando a un paciente, un grupo armado entró en el hospital y masacró a los enfermos en su cama. 35 pacientes fueron asesinados. Según Mukwege, en Lemera empezó la impunidad. El doctor denunció la atrocidad a Naciones Unidas, el crimen fue registrado, pero no pasó nada y él entendió que, si esto había sido posible, “ya todo estaba permitido”. Mukwege tuvo que huir a Bukavu, pero sigue ocupándose de las madres y, en el difícil contexto del conflicto y tras haber vivido de cerca el sinsentido de la guerra, no abandona su objetivo. En 1999 fundó el Hospital Panzi.

Cuando la primera paciente afectada por una violación colectiva le contó que le habían disparado en los genitales, el doctor, muy afectado, creyó que había sido una atrocidad aislada. Pero llegaron más. Los casos se multiplicaron, las historias se repitieron y se añadieron detalles cada vez más abominables, y, sin entender la dimensión de lo que estaba pasando, Mukwege se lanzó con su equipo a responder a las heridas de las mujeres que le llegaban a veces al borde de la muerte. Sin previo aviso, respondiendo al ritmo absurdo y frenético de la guerra, el cirujano aprendió a operar heridas que no hubiera podido imaginar que existieran. Y mientras la guerra iba adentrándose en los pueblos y ciudades, desgarrando la sociedad que él conoció y el mal de las violaciones se propagaba “como la metástasis de un cáncer”, Mukwege operaba, operaba y operaba. Llegó a hacer más de 10 cirugías al día. Formó a personal médico y creó nuevas unidades para acercar las curas a los domicilios.

Pero además de operar denunció. Denunció la absurda impunidad que ha hecho que una de cada cinco mujeres haya sido violada durante la guerra. Vinculó este cruento conflicto a la extracción de recursos minerales y se negó “a banalizar la violencia”. No se acostumbró a ella. 19 años después de que Mukwege recibiera el primer caso, su equipo ha tratado a 50.000 víctimas de violencia sexual, sin descuidar a otras 85.000 mujeres afectadas por lesiones ginecológicas graves.

En las bellas colinas que rodean el lago Kivu, la guerra sigue. Aliñada, además, por la inestabilidad política y unas delicadas elecciones a la vuelta de la esquina, previstas para el próximo diciembre. Es en estas bellas colinas, muy cerca de una de las vueltas del río Rusizi —esa frontera natural con Ruanda— que un cirujano congoleño se convirtió en disidente por rechazar la violencia, y se convirtió en Nobel de la Paz.