Veracruz, Ver.

     
Venus Rey Jr




Venus Rey opina

Los últimos días de la Cuarta Transformación



Domingo 16 de Mayo del 2021

No había duda –ni la hay–: México necesitaba –y necesita– una refundación. Llevamos dos siglos de vida independiente y parece que no hemos aprendido nada. Dos siglos muy desafortunados, llenos de abusos, expolio, destrucción, traición y muerte. Dos siglos de injusticia social, marginación y desigualdad. Dos siglos en que la riqueza del país se concentra en pocas manos mientras la inmensa mayoría ni siquiera tiene lo mínimo. Y henos aquí ahora, en la tercera década del siglo XXI, con los mismos problemas. No es culpa del llamado periodo neoliberal: la desgracia de México se ha ido construyendo en cada uno de los días de esos dos siglos de vida independiente.

López Obrador se dio a sí mismo la misión de refundar México. Parece que sus aspiraciones fueron desmedidas de inicio, teniendo en cuenta los factores reales de poder y la idiosincrasia de los mexicanos. Convenció a millones de que él podía llevar a cabo esa Cuarta Transformación que, finalmente, erradicaría la injusticia, la corrupción, la pobreza y la desigualdad. Yo sabía, desde mi limitada óptica, que eso era imposible, y que si lo decía en serio, AMLO estaba fuera de la realidad; y si lo decía como elemento de persuasión para que votaran por él, estaba jugando con los sentimientos de los mexicanos. La 4T estaba –y está– irremediablemente destinada a resultados muy modestos. Ya estamos bien entrados en el tercer año del nuevo régimen, casi la mitad del sexenio. Este tiempo se ha ido como agua entre los dedos y así se pasará la segunda mitad: en un abrir y cerrar de ojos todo habrá terminado.

De origen la idea está equivocada: no es un caudillo el que va a salvar y redimir a México. Ni siquiera Dios con todas sus legiones de ángeles –es un decir– podría sacar al país del abismo en el que está. No es misión de un caudillo providencial, sino tarea de toda la sociedad. Por eso la 4T está destinada a los pobres resultados que está dando.

A la mitad del camino, resultaba vital para el presidente aumentar su poder en el Congreso y fortalecer la presencia de Morena en los estados. Antes de la crisis que hoy nos aqueja, se pronosticaba una monumental victoria en las elecciones intermedias que le permitiría tener la mayoría calificada para reformar a gusto la Constitución, y se preveía que de las quince gubernaturas en disputa, Morena podía llevarse al menos doce o trece. Pero hoy, a unos días de la elección del 6 de junio, el panorama es distinto. El mejor escenario para el presidente sería conservar al menos el número de diputados que ahora tiene y que Morena se alce con la victoria en diez estados. Eso sería un escenario óptimo para el régimen. Pero parece que no será así: la oposición ha logrado captar el descontento de muchos mexicanos ante López Obrador –no se puede negar que también hay millones de inconformes– y, según arrojan las principales encuestas, Morena y aliados tendrían menos diputados que los que ahora tienen y quedarían lejos de alcanzar las dos terceras partes necesarias para reformar la Constitución; y en los estados, la oposición podría ganar hasta siete. Se vislumbran lejos esa mayoría calificada y esas trece gubernaturas.

Sin mayoría calificada en la Cámara de Diputados, no hay posibilidad de reformas constitucionales, y sin ellas los esfuerzos del presidente serán efímeros e ineficaces. No importa que conserve la mayoría y que pueda hacer pasar en el Congreso leyes ordinarias sin que los legisladores muevan una coma, porque el Poder Judicial de la Federación seguirá anulando esas leyes; y no las anulará porque los jueces de dicho poder sean malvados agentes del neoliberalismo, sino porque de hecho las leyes que ha propuesto el presidente últimamente (reforma eléctrica, datos biométricos, hidrocarburos) son contrarias a lo que hoy en día señala la Constitución.

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Si Obrador quería refundar México, tuvo que promover desde el principio un nuevo orden constitucional, cuando su fuerza era incuestionable e incontestable. Parece que ahora es demasiado tarde. Tres años y medio que le faltan se van a ir como un suspiro, y así, proyectos como la reforma eléctrica, la reforma energética, la cuestión de los hidrocarburos, la reforma integral del INE o de la Suprema Corte de Justicia, la desaparición de los órganos autónomos constitucionales, y muchas cosas más, se van a quedar como proyectos truncos, sin ninguna posibilidad de éxito. La Constitución lo impide totalmente, y en ese sentido –aclaro: en ese sentido– la Constitución resulta un obstáculo para Obrador. Pero no sólo hay límites internos. También está la relación con Estados Unidos. El T-MEC impide al presidente cambios profundos en materia de energía. López Obrador lo ha dicho muchas veces: apostó el desarrollo de México a ese tratado al inicio de su relación con Trump, que quería derogarlo para horror y angustia de todo el país. Aun cuando AMLO pudiera reformar la Constitución y cambiar los artículos 25, 27 y 28 para implementar toda su política energética, el T-MEC sería violado y México perdería en cualquier panel internacional. Así, el T-MEC también es un obstáculo insalvable para los planes de López Obrador.

El sexenio se escurre veloz y a cada día que pasa los objetivos de la 4T serán más difíciles de alcanzar. Además de la Constitución y el T-MEC, el tiempo es otro gran obstáculo para los planes del presidente. Va a llegar un momento en que lo importante no sea la 4T, sino la sucesión. Si viene de Morena, al sucesor ya no le importará la 4T, sino su propio proyecto político, y si llega al poder, lo menos que va a querer es un ex presidente indicándole qué tiene que hacer. Y si el relevo viene de la oposición, pues mucho menos.

Las dos cartas fuertes de López Obrador están por el momento “descarriladas” a causa de la tragedia del Metro. Figuras menores a las de Sheinbaum y Ebrard están ahora con una sonrisa de oreja a oreja, pues sus mundanas ambiciones parecen tener una oportunidad: los Mario Delgados, los Fernández Noroñas, los Ricardo Monreales, etcétera, estarán ya fantaseando con la presidencia –una fantasía tan fetiche, que parece sexual–. Ninguno de ellos tendría el empuje de Sheinbaum o Ebrard, que son los sucesores óptimos y naturales.

Así se irá consumiendo el tiempo y así serán los últimos días de la Cuarta Transformación. Con las condiciones constitucionales que hoy prevalecen, el presidente no puede hacer gran cosa. A lo más, seguirá maldiciendo y amplificando estas limitaciones y obstáculos en sus conferencias matutinas. Si quiere realizar los grandes cambios, y viendo que no podrá reformar la Constitución, no le quedará otra opción que quebrar un edificio constitucional que considera injusto. Tendría que disolver el Congreso, erigir una Asamblea Constituyente, dejar sin poder de facto a la Suprema Corte y nombrar una especie de Tribunal Supremo en lo que se instaura el nuevo orden constitucional. O sea, estamos hablando de un coup d’État. No sé si le ha pasado por la cabeza, pero no quiero ni averiguarlo. O lo otro, menos drástico, sería que prosiguiera con este orden constitucional, pero que promoviera una reelección o una extensión de mandato (los wanna-be sucesores de Morena serán los menos entusiastas de esta posibilidad). Pero esto es cada vez menos probable. Si las encuestas son certeras, López Obrador tendrá menos a su disposición al Poder Legislativo de la Unión.