Agencias / Veracruz, Ver. / Lunes 2 de noviembre del 2020
El Día de Muertos es una celebración mexicana de origen prehispánico que honra a los difuntos el 2 de noviembre, aunque la festividad se inicia un día antes, por lo que coincide con las liturgias católicas de Día de los Fieles Difuntos y de Todos los Santos.
Es verdad que esa particular visión del pueblo mexicano (y de varios otros centroamericanos) es hoy una combinación poco ortodoxa de ambos cultos, pero también es real que en casi todo América, a excepción de Brasil, ha tomado gran preponderancia.
Y lo más importante es que le quita dolor y drama a la muerte, porque la toma como un paso siguiente hacia un probable estadio superior, en la escala de valores de lo que es la vida después de la vida.
Los orígenes de esta festividad en México son anteriores a la llegada de los españoles. Hay registros en las etnias mexica, maya, purépecha, y totonaca, y más acá la teotihuacana, y los rituales que celebran la vida de los ancestros se remontan a unos 3.000 años.
En la era prehispánica era común conservar cráneos como trofeos y mostrarlos en los rituales que simbolizaban la muerte y el renacimiento.
El festival que se convirtió en el Día de Muertos se conmemoraba el noveno mes del calendario solar mexicano, cerca del inicio de agosto, y duraba un mes. Eran presididas por la diosa Mictecacíhuatl, la "Dama de la Muerte" (actualmente relacionada con la "Catrina", personaje de José Guadalupe Posada) y esposa de Mictlantecuhtli, Señor de la Tierra de los Muertos. Se dedicaban a la celebración de los niños y las vidas de parientes fallecidos.
El Día de Muertos es una celebración mexicana de origen prehispánico.
En el mundo prehispánico, para los antiguos mesoamericanos la muerte no tenía las connotaciones morales del catolicismo, en el que las ideas de infierno y paraíso sirven para castigar o premiar actos en vida. Aquellos creían que los rumbos destinados a las almas de los fallecidos se decidían por el tipo de muerte que habían tenido, por lo que tendrían diferente final.
El Tlalocan, paraíso de Tláloc, dios de la lluvia, era a donde iban quienes morían por hechos relacionados conel agua: ahogados, fulminados por rayos, males como gota, hidropesía o sarna y también niños sacrificados al dios. El Tlalocan ofrecía reposo y abundancia. Aunque los muertos generalmente se incineraban, los predestinados a Tláloc se enterraban, como las semillas, para germinar.
El Omeyocan, paraíso del sol, que presidía Huitzilopochtli, dios de la guerra, era a donde iban los muertos en combate, los cautivos sacrificados y las mujeres que morían en el parto. A estas se las comparaba a los guerreros, al librar una gran batalla (parir), y se les enterraba en el patio del palacio, para que acompañaran al sol desde el cenit hasta su ocultamiento por el poniente. Su muerte generaba tristeza y a la vez alegría, porque, por su valentía, el sol las llevaba como compañeras. Ir al Omeyocan era un privilegio, donde se festejaba al sol y se le acompañaba con música, cantos y bailes. Los muertos, tras cuatro años, volvían al mundo convertidos en bellas aves de plumas multicolores.
Perecer en la guerra era la mejor de las muertes para los mexicas, ya que, a diferencia de otras culturas, había un sentimiento de esperanza, porque ofrecía la chance de acompañar al sol en su diario nacimiento y trascender convertido en pájaro.
Rendir tributos a los difuntos en la noche de muertos es hacerlo en el mismo cementerio, colmándolo de ofrendas, que incluyen comidas, bebidas, tabaco, golosinas, flores, velas, retratos y cualquier recuerdo.
El Mictlán era el destino de quienes morían de muerte natural. Ese lugar era habitado por Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl, señor y señora de la muerte, y era muy oscuro, sin ventanas, del que ya no era posible salir.
El camino era tortuoso y difícil, pues para arribar las almas debían transitar por distintos sitios durante cuatro años. Tras este tiempo, las almas llegaban al Chicunamictlán, donde descansaban o desaparecían las almas. Para recorrer este camino, el difunto era enterrado con un perro, el cual le ayudaría a cruzar un río y llegar ante Mictlantecuhtli, a quien debía entregar como ofrenda atados de teas y cañas de perfume, algodón (ixcátl), hilos colorados y mantas. Quienes iban al Mictlán recibían, por ofrenda, cuatro flechas y cuatro teas atadas con hilo de algodón.
Chichihuacuauhco era un destino exclusivo para niños muertos. Allí había un árbol de cuyas ramas goteaba leche, para que se alimentaran. Los pequeños regresarían a la tierra cuando se destruyese la raza que la habitaba; así, de la muerte renacería la vida.
Entierros prehispánicos
Se acompañaban de ofrendas con dos tipos de objetos: los que, en vida, habían sido utilizados por el muerto, y los que podría necesitar en su tránsito al inframundo. Por ello era muy variada la elaboración de objetos funerarios: instrumentos musicales de barro; esculturas sobre dioses mortuorios, cráneos de diversos materiales, braseros, incensarios y urnas. Las fechas en honor de los muertos son y eran tan importantes que les dedicaban dos meses. Durante el Tlaxochimaco se efectuaba la celebración llamada Miccailhuitontli o fiesta de los muertitos, alrededor del 16 de julio. Se iniciaba cuando se cortaba en el bosque el árbol llamado xócotl, al que le quitaban la corteza y le ponían flores para adornarlo. De la celebración participaban todos, y se le hacían ofrendas por veinte días.
En el décimo mes del calendario se celebraba la Ueymicailhuitl (fiesta de los muertos grandes). Era cerca del 5 de agosto, cuando decían que caía el xócotl. Efectuaban procesiones que concluían con rondas en torno al árbol, y se hacían sacrificios humanos acompañados de grandes comidas. Después, ponían una figura de bledo en la punta del árbol y danzaban, vestidos con plumas preciosas y cascabeles. Al concluir la fiesta, los jóvenes subían al árbol para quitar la figura y se derribaba el xócotl .
En esta festividad la gente solía colocar altares con ofrendas para recordar a los difuntos, un antecedente del actual altar de muertos. Muchas culturas prehispánicas creían en una vida después de la muerte. En la cultura maya, cuando alguien moría, su alma iba al "inframundo" o Xibalbá. Para llegar, las almas debían de cruzar un río con la ayuda de un xoloitzcuintle (una raza de perro), que dentro de los ritos funerarios incluía enterrar a ese can junto al fallecido podría quedarse en el camino al inframundo. Al llegar los españoles a América trajeron sus propias celebraciones cristianas y al dominar y convertir a los nativos se produjo un sincretismo que mezcló ambas tradiciones, al hacer coincidir las festividades católicas del Día de todos los Santos y Todas las Almas con el festival similar mesoamericano, lo que le dio forma al actual Día de Muertos. Esto se reafirma con la cultura católica, religión predominante en el México actual, donde existe la idea de un cielo y un infierno hacia donde irán las almas cuando mueran, según su comportamiento en vida. Se ratifica así la creencia de otra vida después de morir.