Manolo Victorio / Veracruz, Ver. / Martes 31 de marzo del 2020
Los meseros, con sus franelas en el brazo derecho, se agrupan en sana distancia. Esperan.
Las calles están vacías. Los franeleros echan suertes en los volados en intento quimérico de llevarse unas monedas extras para el gasto familiar, ante la ausencia de clientes que estacionen sus vehículos en los cajones de «La Parroquia de Veracruz».
Martín Lara Reyna fue mi maestro en la praxis periodística. Cuando me echaron del aula a la redacción, caí en su parcela reporteril, surcada cada noche a bordo de una motocicleta tipo Cross.
Bragado en los separos de la Policía Judicial, amigo de comandantes temerarios, temidos y gorilescos, se daba el lujo de abofetear a violadores, maleantes de poca monta y criminales consumados cuando amenazaban a sus pupilos que forjaba a mentadas de madre cada noche en la redacción de Notiver, se entristeció al abrir una de las puertas de cristal y aluminio del café del Tío Marce.
El instinto periodístico, el olfato de reportero, agudizado en medio siglo de actividad, disparó su lente antes de que se percatara de las mesas desiertas del café, ombligo de la actividad social, política y fuente periodística a fuerza de costumbre.
«No hay más de tres mesas en La Parroquia, amigo, esto está muerto», señala en llamada telefónica en reporte atestiguado, certificado por una docena de fotografías que no le permiten inventar historias periodísticas.
Los reporteros de café, grillos por antonomasia, cómodos por costumbre, no se paran en las mesas de la esquina sur del café.
Han dejado de ir porque no los actores políticos, funcionarios, y demás líderes de opinión que se placeaban por las mesas en busca de micrófonos, cámaras y grabadoras, se esconden del virus que los inmoviliza y los vuelve cobardes.
Martín parece un gaucho con cámara en ristre, cabalgando los corredores vacíos. Nunca había visto tal espectáculo, triste, deprimente, desolado.
Han transcurrido 60 días desde el inicio oficial de la pandemia Covid-19 en este país.
En dos meses nos ha cambiado la vida, nos escondemos de un virus regordete, pegajoso y cobarde que nos confina al miedo.
No viaja más allá de 1.5 metros, pero una sola gotícula que se cuele por ojos, nariz o boca, puede infectar a una persona; ésta, como portadora, tiene la potencialidad de contaminar a 59 mil 49 individuos.
Así de explosivo se mueve el Coronavirus.
En la bitácora del 60 desde el inicio del primer caso de Covid-19 en México, registrado el 1 de febrero, las mesas del tradicional café «La Parroquia de Veracruz» del Tío Marce, ubicada en Insurgentes Veracruzanos 340, lucieron vacías.
Desde su fundación, desde 1926, hace 94 años, jamás habían estado vacías de comensales, cafetómanos, peñas y turistas; hasta que llegó el Coronavirus.
El bicho nos aterra y nos inmoviliza.
Sin embargo, todos confiamos en que saldremos de esta zozobra que nos mata a pausas.
Después de disparar varias tomas, Martin pide un café negro y una micha tostada, en finas rebanadas que sopea lentamente, sin prisa, sin pausas.
La vida sigue.