Manolo Victorio (crónica) / Veracruz, Ver. / Viernes 15 de febrero del 2019
En este espacio hay democracia participativa; acalorados debates suelen darse entre maestros de escuela con trabajadores de los muelles o entre recolectores de basura y abogados, bajo una regla no escrita: jamás llegar a los golpes.
En un barrio bravo, la pulquería Dos Caminos, en la colonia Unidad Veracruzana, es una pequeña parcela de libertad donde se puede hablar de todo sin ataduras de religión o creencias, siempre bajo las miradas mudas e inflexibles de la virgen de Guadalupe y del Sagrado Corazón de Jesús, quienes vigilan que nadie se exceda en tragos e improperios.
Bernardo Castro Colorado, tercera generación de pulqueros, es habilidoso con las manos a la hora de servir los litros de «baba de oso», el tlachique sin curar que cuesta 24 pesos; pero es más diestro en la diplomacia de cantina donde lo difícil es escuchar a todos en la barra y hallarle solución a cualquier problema, doméstico, profesional o del corazón, sin que se estrelle un vaso.
Calmar a las fieras
Había un cliente, Miguel Trujillo Ávila, quien le ayudaba a mantener el orden fáctico en esta pulquería que vende tlachicotón desde hace 50 años: «te calmas o te doy unas galletitas Marías» era ley verbal cuando «El chaquetín» se arremangaba la camisola en lenguaje inequívoco que aplacaba a los rijosos que abusaban de las palabras brotadas al calor del llamado «caldo de oso».
Berna, pariente sanguíneo del Carlos Colorado, creador de la Sonora Santanera, se da tiempo para preparar un guacamole en un molcajete monumental, parecido a una piedra de sacrificios de aguacates que darán sabor a los tacos de chicharrón placero que servirá de botana al mediodía de un sábado con surada.
Fábulas pulcatas
«Andando y meando» como dicen ente barrio, suelta la anécdota de un burro que le gustaba libar aguamiel con los parroquianos: «había una época en la que venían muchas carretas aquí a la pulquería, parecía la Wells Fargo, me decían, aquí venía un carretonero que le daba pulque a su burro».
Ya entrado en el chapaleo de la memoria, cuenta de un borrego llamado «Mauricio», que se metía a una cantina-tienda de abarrotes que atendía un gallego en Carlos Cruz y Pino Suarez, «a gorrearle a los clientes, quienes le daban cerveza y pulque, hasta que se embriagaba».
El espectáculo del borrego libador era la atracción del negocio; las facturas las pagaba el tendero cuando «Mauricio», con los estragos de la cruda, llegaba a media tarde a toponear a los clientes, en la desesperación provocada por la resaca, hasta que le invitaba las tres cervezas reglamentarias para curar la resaca.
Para entrarle
La costumbre de beber pulque se hereda, «estamos atendiendo a los nietos de mis primeros clientes», dice Berna, sin embargo, los hípsters han dado -gracias a San Google- con este recoveco de barra de granito y bancos de fierro, atornillados al piso, con sentaderas de madera y empiezan a invadir con sus tatuajes y barbas perfectamente recortadas y delineadas, el espacio del barrio.
Son bienvenidos, les parece novedoso pedir un «pecho amarillo» preparado con jugo de piña natural con tres dedos de aguardiente de caña en vaso jaibolero.
Otros neo parroquianos, imbuidos por la tendencia de que el pulque es cultura, ordenan litros de curado de betabel para el balance nutricional, aunque terminan bailando cumbias de a tres piezas por diez pesos en la vieja rockola de la cantina donde la Sonora Santanera es la reina de los asistentes.
Auge y caída del Tlachique
Bernabé Castro Colorado, junto con su mesero, Martín Téllez Palacios, exclaman: «estamos con el pueblo, aplicamos la filosofía de Andrés Manuel López Obrador» al defender sus precios que compiten en un mercado castigado por la publicidad negra de las cerveceras, «quienes vendieron la mentira que el pulque se fermentaba con una muñequita (un calcetín amarrado con excremento de niño adentro)».
Aquí el pulque, aguamiel recién extraído, además del tlachique, más fermentado «más agarroso» se lo traen de La Gloria, Puebla; aun con la competencia de la cerveza, vende unos 500 litros de tlachicotón a la semana.
Ceñido por voluntad a la austeridad republicana y amorosa de AMLO oferta el litro de «baba de oso» a 24 pesos y a 30 pesos el litro de curado de piña, betabel o fresa.
Aquí no se discrimina a nadie, ni por su apariencia ni por su poder adquisitivo, «pueden venir todos, hasta los periodistas», exclama al soltar una carcajada amigable.
Gente de palabra
Tiene una vieja libreta rayoneada, donde apunta hasta el último peso que ingresa, así como los créditos otorgados sólo con la palabra en prenda, «aquí todos pagan, nadie se ha ido sin pagar su cuenta, porque la deuda de cantina es deuda de honor, es garantía de una persona valiosa», recita Berna al detallar su filosofía crediticia.
En su política de «dar barato como la carne de gato», el jaibol de «pecho amarillo» cuesta 20 pesos, una cerveza Sol oscura 16 pesos y un «madrazo» de Habanero 1930, veinticinco pesos en vaso jaibolero, aderezado con una cascarita de limón.
Antes de la requisa del Puerto de Veracruz, realizada en 1991 por mandato de Carlos Salinas de Gortari «¡que chingue a su reputísima madre!» gritan parroquianos y bartenders a coro, Berna vendía 5 barriles de 250 litros de pulque los miércoles, viernes y sábado y diez barriles el domingo, «porque los obreros de los muelles decían que al pulque sólo le faltaba un grado para ser carne», en referencia al alto poder nutricional que le atribuyen a la bebida.
Hípsters y desmemoriados al rescate
Y mientras la plática se alarga en una mesa de esta cantinita ubicada en la calle Libertad casi esquina Mariano Arista, se antoja un curadito de betabel, bien frío, para iniciar la crónica de este espacio donde todos se conocen y donde la solidaridad se hace presente a la hora de la coperacha para una botella de whisky.
Berna, sus dos hijos que ya manejan el negocio y su fiel escudero Martincito, reparten tacos de chicharrón escanciados con guacamole picosito, «para aliviar la cruda».
Que sería del hombre sin la posibilidad de gritar, reírse a pierna suelta y apendejar sus penas con litros de pulque, sin contar su verdad, confrontándola con la verdad de los demás parroquianos, que al término de litros de «baba de oso» y «pechos amarillos», termina por convertirse en una verdad colectiva, en una verdad de todos, dice Berna al pasar por enésima ocasión la franela roja humedecida con agua de Pinol y Cloralex, sobre la vieja barra de granito.