El País / Colombia / Viernes 21 de septiembre del 2018
"Bienvenidos a nuestro museo, bienvenidos a nuestra historia". Con esta premisa empezaba, hasta el miércoles, la visita a una casa dedicada a la memoria del criminal que más ha manchado el pasado reciente de Colombia. La alcaldía de Medellín y el viceministerio de Turismo han dado un golpe al culto a Pablo Escobar y han clausurado, por el momento de forma temporal, el inmueble. Lo hicieron por una irregularidad administrativa, porque esa especie de parque temático, regentado por su hermano mayor, Roberto, carecía de permisos. Pero la simbología que rodea al capo de la droga, fallecido en 1993, va más allá y supone un estigma que el país quiere enterrar sin mirar atrás.
En la vivienda, ubicada en un exclusivo sector residencial, los visitantes podían interactuar con un imitador de El Patrón, como se conocía al narco, hacerse una foto en una celda, ver la reconstrucción de unos pasadizos secretos, observar una colección de memorabilia entre lo excéntrico y lo grotesco. Un imán para decenas de turistas extranjeros -los colombianos tenían habitualmente restringido el acceso- que pagaban 90.000 pesos (25 euros o 30 dólares) para conocer una versión edulcorada del horror. Miles de asesinatos convertidos en el trasfondo de una supuesta existencia romántica.
"Aquí encontrarás gran parte de la historia del mítico Pablo Escobar, conocerás, entre otros, la moto de James Bond, de la película La espía que me amó, sus carros... gran cantidad de fotografías. Siempre serás atendido por un miembro de la familia". Así se promocionaba el museo en la web TripAdvisor. El hermano del narcotraficante, también conocido como El Osito, se enfrenta a una sanción de más de 12.000 dólares. Sin embargo, si logra la licencia turística, podrá seguir operando.
La fascinación siniestra por el mal, por la violencia, no es una novedad. Su explotación comercial, alentada en los últimos años por el imaginario audiovisual y las series de Netflix, tampoco es una prerrogativa de los cárteles de narcos colombianos. Sucedió algo parecido con la mafia siciliana, empezando por las novelas de Mario Puzo y las películas de Francis Ford Coppola sobre los Corleone. Lo que preocupa a las autoridades colombianas es el relato, controlado por la familia del criminal. Porque esa apelación a "nuestra historia" con la que empieza el recorrido es una perversión de la historia real.
"Ellos no son las leyendas ni los héroes". Probablemente el principal objetivo de Federico Gutiérrez, alcalde de Medellín es, al igual que el de sus predecesores en el cargo, cambiar de una vez la imagen de la ciudad, uno de los motores del país, que ya ha experimentado una transformación muy significativa en las últimas décadas. "Puede que nosotros no podamos impedir ese tipo de narcotours si funcionan con los registros de turismo. Pero la pregunta es también qué tal si hacemos un cambio cultural, si contamos la historia del lado de las víctimas y no de los victimarios. Acá no son bienvenidos quienes vienen a hacer apología del delito".
Colombia libró, en los ochenta y en los noventa, una guerra contra las mafias de narcotraficantes de Medellín y de Cali. No obstante, hoy sigue siendo el principal productor de coca en el mundo. El año pasado las hectáreas sembradas pasaron de 146.000 a 171.000, extensos territorios en disputa entre grupos disidentes de las FARC, bandas de paramilitares y organizaciones criminales como el clan del Golfo. A pesar de los cambios, de la paz con la guerrilla más antigua de América, el país aún no ha resuelto el problema de la violencia en las regiones rurales, que en buena medida depende de las economías ilegales y del tráfico de droga. Y en esta batalla es fundamental desmontar el universo simbólico del narco. Empezando por Escobar.
En febrero la alcaldía destruirá el edificio Mónaco, que fue el cuartel general del cártel. "Nunca vamos a negar lo que pasó en esta ciudad", defiende Gutiérrez. Su aspiración es imponer una justicia narrativa. Es decir, que figuras como Jhon Jairo Velásquez Vásquez, Popeye, jefe de sicarios de El Patrón y autor de 300 asesinatos, dejen de ser, aun para unos pocos, estrellas macabras del pasado. Y que el narcoturismo, ya en declive, no sea más que una tendencia marginal.