El País / Sao Paulo, Brasil / Miercoles 22 de agosto del 2018
El Gobierno brasileño no descarta cerrar la frontera con Venezuela para frenar en seco la llegada de inmigrantes del país vecino, tal y como piden los políticos más xenófobos de las regiones fronterizas. Esa indecisión ha enfangado el debate nacional sobre la inmigración en el norte del país, que ya estaba exaltado tras el ataque, el sábado, a un campamento de venezolanos en la frontera.
El Gobierno brasileño no ha calmado las tensiones provocadas por la inmigración venezolana. Después de que miles de vecinos de Pacaraima, un pueblo de 12.000 habitantes fronterizo con Venezuela en el Estado de Roraima, incendiasen el sábado un campamento de inmigrantes sin techo, atacasen a 700 de ellos y expulsasen a otros 1.200, el brazo derecho del presidente Michel Temer, el ministro Carlos Marun, aseguró el lunes que no descartaba cerrar temporalmente la frontera con su asfixiado vecino del norte. El martes el secretario nacional de Seguridad Pública, Flávio Basílio tampoco se mostró tajante al teléfono con EL PAÍS: “De momento, vamos a seguir la legislación y no vamos a cerrar las fronteras”.
La idea habia sido propuesta tras el ataque por algunos políticos xenófobos de Roraima, que se encuentran en campaña electoral, y muchos esperaban que al llegar a la esfera nacional, caería por su propio peso. Tanto el Tribunal Supremo como la propia consultoría general de abogados del gobierno (la AGU por sus siglas en portugués) coinciden con la opinión de incontables juristas: cerrar la frontera viola el derecho internacional. Dentro del propio Ejecutivo, el ministro de Seguridad Institucional tildó la idea de “impensable”. A pesar de eso, el Ejecutivo brasileño se aferra a tecnicismos para no rechazarla abiertamente, dando así alas a que se siga hablando de la cuestión. Indirectamente, esto beneficia a ciertos aliados políticos del presidente, que hacen campaña electoral preguntándose cuántos inmigrantes venezolanos caben en el país.
Presencia nacional
La respuesta varía según dónde se mire. En Pacaraima, la población inmigrante suma 3.000 habitantes, el 25% del pueblo. Por su frontera han entrado 127.778 venezolanos entre enero de 2017 y junio de 2018. De ellos, 68.968 han vuelto pero no consta que lo hayan hecho los otros 58.810. Un buen número se ha quedado en Roraima, uno de los Estados más pobres y desatendidos del país; donde los servicios públicos, sobre todo el sanitario, ya estaban obsoletos y saturados antes de que la crisis económica venezolana llevase a familias enteras a colmar las salas de urgencias, las peticiones de ayudas públicas y, casi literalmente, las calles.
La proporción no tiene nada que ver con el contexto nacional. En el resto de Brasil, de 208 millones de habitantes y la quinta mayor extensión geográfica del mundo, la presencia venezolana es más testimonial. El Gobierno central, que se había comprometido a distribuir a los inmigrantes llegados a Roraima, lo ha hecho de cientos en cientos. Frente a los 50.000 que hay en Roraima, el Estado más rico, que es São Paulo, apenas acoge a 212. Y ello pese a registrar un Índice de Desarrollo Humano (indicador que mide el estado de la educación, la sanidad y la pobreza de una región) un 20% mayor que el de Pacaraima. Quienes intentan moverse sin la ayuda del Gobierno se encuentran con la pésima comunicación, ya sea en avión o carretera, entre Roraíma y el resto de Brasil.
Ataques xenófobos en alza
Esa disparidad es el caldo de cultivo de una serie de incidentes xenófobos cada vez más graves en la frontera con Venezuela. En febrero, un hombre fue acusado de incendiar la casa donde vivían 14 adultos y un niño de 3 años. Días después, alguien (se sospecha que la misma persona) lanzó una bomba a la casa de 31 inmigrantes. En marzo, 300 brasileños echaron a 200 venezolanos de un albergue y quemaron sus posesiones.
Y esta actitud, a su vez, ha definido la política de ciertos mandatarios locales, que intentan traducir el desespero de los roraimenses en ideología. La gobernadora, Suely Campos, en campaña por su reelección, hace ya que declaró la guerra política a los inmigrantes: ya había pedido el cierre de la frontera con anterioridad (que le fue denegado). Hace poco contribuyó al crescendo xenófobo cuando, el 1 de agosto, publicó un decreto para restringir aún más la entrada de inmigranets, prohibirles el uso de servicios públicos y favorecer la repatriación de quienes ya estaban dentro y sin documentación.
La nueva propuesta, no obstante, viene de su rival: el senador Romero Jucá, también presidente del Movimiento Democrático Brasileño, el partido de Temer y uno de los aliados más poderosos del presidente.
Jucá busca su reelección en octubre como miembro del Senado. Tras lograr unos resultados endebles en las encuestas de intención de voto (un 25%, que le coloca en empate técnico con sus rivales) ignorando a los inmigrantes, muestra ahora una disposición mayor a alimentar el voto xenófobo: ha prometido fomentar la repatriación y ha pedido el cierre de las fronteras. La respuesta no debería ser diferente de la que recibió Campos, pero gracias a su influencia en el Gobierno, el resultado es el opuesto. Ha logrado convertir a los miles de inmigrantes en lo que no han sido hasta ahora, material políticamente rentable.