El País / Pekín / Martes 22 de mayo del 2018
¿Habrá cumbre entre Donald Trump y Kim Jong-un o no? ¿Se completará el deshielo entre las dos Coreas? ¿Accederá Pyongyang a deshacerse de sus armas nucleares, y Estados Unidos a levantar sanciones? ¿O las posiciones son tan divergentes que es imposible llegar a un acuerdo, y el proceso de acercamiento actual se quedará en una falsa primavera? Para nadie estas preguntas son más acuciantes que para el presidente surcoreano, Moon Jae-in. El hombre que más ha trabajado por una solución diplomática con el Norte y quien más tiene que perder si no se consigue un acuerdo. El hombre para el que la paz en la península es la misión de su vida.
Moon se reúne este martes en la Casa Blanca con el presidente estadounidense para un encuentro que, originalmente, se fijó tras la euforia de la cumbre intercoreana de abril y se planteaba para ultimar los detalles de la reunión del 12 de junio en Singapur entre Trump y el líder norcoreano, Kim Jong-un. Pero desde el encuentro de Panmunjom han cambiado las cosas. El presidente surcoreano afronta ahora una delicada labor de mediación: la aparente buena disposición de Pyongyang se ha transformado en una amenaza de retirada, en protesta porque el consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, haya mencionado Libia como modelo de desarme a seguir. Estados Unidos, por su parte, insiste en que no empezará sus concesiones hasta que Corea del Norte no se haya deshecho por completo de su arsenal nuclear.
Son exigencias, aparentemente, irreconciliables: Corea del Norte no contempla nada que no sean pasos graduales y simultáneos, en los que cada parte deba cumplir una serie de requisitos antes de pasar a la siguiente fase. Washington reclama esa desnuclearización previa, irreversible, verificable y completa. Todo un desafío a las habilidades diplomáticas de Moon. Aunque el presidente surcoreano ya ha sorprendido a lo largo del último año por su cintura negociadora. Nadie apostaba porque de la retórica incendiaria entre Kim y Trump pudiera surgir un inicio de deshielo, pero consiguió convencer a Washington de que el Norte podría desarmarse, y a Pyongyang de que EE UU podría cambiar de actitud.
Para este político de ideas progresistas, carácter minucioso y de voz suave, sacar las negociaciones adelante es algo, incluso, personal. “Es muy meticuloso, y lleva soñando desde hace mucho tiempo con que esto ocurra”, señalaba recientemente Kim Ji-yoon, directora del Centro de Opinión Pública del Instituto ASAN de Estudios Políticos en Seúl. “Es el sueño de su vida”, concordaba Kim Joon-hyung, de la Universidad Handong y asesor sobre relaciones internacionales del actual Gobierno surcoreano.
Los progresos que ha logrado hasta ahora, y las impresionantes imágenes de sus apretones de manos, su salto al Norte en la frontera y conversaciones a solas con Kim Jong-un durante la cumbre del 27 de abril, han catapultado su popularidad. Con la aprobación de sus conciudadanos por encima del 80% —hace un año ganó las elecciones con el 41% del voto—, en la actualidad es el líder con mayor apoyo entre su población en el mundo democrático y en la historia surcoreana.
Las relaciones entre las dos Coreas han estado omnipresentes en la vida de Moon incluso desde antes de nacer. Sus padres huyeron del Norte durante la guerra. Él nació en 1953 en un centro de refugiados en la isla de Geoje antes de que su familia se asentara en la ciudad costera de Busan. Su padre, funcionario de profesión, apasionado de la literatura y la justicia social, nunca consiguió rehacer por completo su vida en el Sur. “Tenía un olfato terrible para los negocios”, cuenta el actual presidente en sus memorias. Fue su madre quien, con puestos de venta callejera, sacó a la familia adelante. Su hijo le ayudaba en ocasiones repartiendo briquetas de carbón a domicilio.
Moon heredó de su padre el sentido de la justicia. Se matriculó en Derecho en 1972, en plena dictadura de Park Chung-hye, padre de su predecesora en el cargo Park Geun-hye. Su activismo le costó la expulsión y un breve periodo de cárcel.
En 1976 cumplía el servicio militar en una unidad de elite cuando un incidente con el norte contribuiría a marcar su vida: tres soldados estadounidenses murieron a manos norcoreanas cuando intentaban podar un árbol que les tapaba la visión cerca del área de seguridad conjunta de Panmunjom, en la zona desmilitarizada entre los dos países. Moon fue uno de los participantes en la gigantesca operación para recuperar los cuerpos y talar por completo el árbol.
Tras licenciarse, abrió un pequeño bufete especializado en derechos humanos en Busan. Su mentor, compañero y gran amigo era Roh Moo-hyun, que acabaría presidiendo el país entre 2003 y 2008 y que protagonizó la segunda cumbre intercoreana de la historia, como Kim Jong-il en 2007.
De la mano de Roh, el joven Moon entró en política. Como su jefe de Gabinete, le ayudó a desarrollar su política de acercamiento al Norte, y tuvo un papel principal en los preparativos de la cumbre. Aprendió de los fracasos: aquella reunión se celebró en el ocaso del mandato de Roh y se celebró de espaldas a EE UU. Esta vez, cuenta con cuatro años por delante en el cargo y Washington —si no cambian las cosas— está implicado.
En la reunión con Trump, Moon tendrá que hacer gala de su capacidad diplomática para redirigir la situación. En Washington, el recelo sobre Corea del Norte va en aumento. En Pyongyang, las cosas no parecen mucho mejores: la retórica de sus medios oficiales vuelve a subir el tono; finalmente, ningún periodista surcoreano ha podido entrar en el país vecino para ser testigo de la destrucción del centro de pruebas nucleares en Punggye-ri. La cancelación unilateral de sus conversaciones bilaterales con el Sur ha debilitado la autoridad de Seúl como mediador.
A tres semanas de la reunión de Singapur, es evidente que aún quedan muchos escollos por salvar. Las conversaciones entre Moon y Trump se prometen intensas, y posiblemente se prolonguen más allá de la reunión de Washington. El prestigio de ambos, y la paz en la península, están en juego.