|
Somos Valientes |
Miercoles 3 de Febrero del 2021
Los pedófilos han encontrado en la pandemia nuevos sitios intangibles para ser cómplices de la esclavitud para la explotación sexual. Nunca como en 2020 se había consumido tanta pornografía por internet. Los usuarios se convierten en parte de la cadena de consumo de crímenes, y sus víctimas tienen historias que contar.
Cuando en 2005 publiqué Los demonios del edén: el poder que protege a la pornografía infantil (Ed. Grijalbo) llevaba dieciséis meses sumergida en un mundo desconocido. Navegaba entre la escucha presente de historias que me contaban niñas pequeñas de ocho y diez años, chicas de catorce a diecinueve, y la investigación de los sujetos que las explotaban sexualmente, los que habían hecho videos de las violaciones y los compartían entre ellos. He narrado muchas veces que, ante la ignorancia de las autoridades en aquél entonces, me vi obligada a buscar a jóvenes expertos en Inteligencia Artificial, creadores de algoritmos, hackers, analistas y programadores de internet —casi ninguno tenía más de treinta años—. Gracias a su ayuda y enseñanza pude entrar en los cuartos oscuros, la Deep web y explorar programas que por básicos que parecieran a los programadores, eran un verdadero acertijo para las autoridades de México y Estados Unidos.
Hace quince años, los departamentos de inteligencia de nuestros países no habían discutido, ni por asomo, la posibilidad de integrar la perspectiva de derechos humanos de la niñez a la investigación criminal. En aquellos tiempos, entrevisté a un agente de la CIA que se preparaba para entender un fenómeno curioso que tomaría el nombre de criptocurrency. Ya desde 1983 el criptógrafo David Chaum había creado una forma básica de dinero electrónico, y en 1996 los servicios de inteligencia norteamericanos iniciaban investigaciones sobre el potencial criminal del intercambio de dinero electrónico, que permitía la posibilidad de millonarios traspasos anónimos entre dos fuentes ocultas. El agente al que entrevisté no pudo responderme cuando inquirí si veían el mismo potencial de uso de internet para propagar masivamente negocios criminales, como la compraventa de niñas y niños, y sus derivadas económicas tales como la porno-violación.
Para demostrar los delitos en mi libro, me vi obligada a obtener imágenes e información concreta que consistía en horripilantes fotografías y videos de empresarios, políticos, jueces y profesionistas de todo tipo, violando a niñas y niños de entre un año y apenas quince. Ninguna autoridad había sido capaz de explorar esas subredes, los dominios ocultos, las IPs o direcciones enmascaradas. Así que me vi obligada a diversificar mi capacidad como reportera, al tiempo que incrementaba mis visitas a terapia sicológica para manejar el trauma que conlleva este trabajo, de conocer a las pequeñas víctimas y vivir con la obsesión de ayudar a que las niñas vuelvan a casa, a un lugar seguro.
Estados Unidos, México y otros países de los que son originarias las niñas vendidas y compradas para la explotación sexual —y luego exhibidas en la pornografía infantil— no estaban interesados en desentrañar el uso de las tecnologías para el secuestro y esclavitud sexual de la niñez. Había una especie de ceguera colectiva sobre el tema.
Decidí adentrarme comprendiendo con toda claridad que enfrentaba a redes de delincuencia organizada trasnacional. Por ello fui secuestrada por las autoridades, torturada y encarcelada, sometida a tres juicios que intentaron utilizar al aparato de justicia como medio de escarmiento por haber develado su lugar secreto: ese cuarto oscuro donde los pederastas intercambian niñas como si fuesen objetos.
Este diciembre, se cumplen quince años de mi secuestro y tortura. Para mí son tres lustros en que un grupo de casi doscientas niñas y niños supieron que una reportera los había escuchado, que les creyó y buscó la evidencia para demostrar los crímenes que se cometieron en su contra. Ellas y ellos me llevaron a especializarme en un ámbito en el que casi nadie se sumergía más allá de los millones de pedófilos fascinados con la pornografía infantil.
Mucho hemos aprendido a lo largo de estos años, ahora tenemos leyes contra la explotación sexual infantil y millones de personas reconocen su existencia. Algunos de los agentes de Inteligencia y Seguridad Nacional a quienes entrevisté en 2004 —y que desestimaron mis hipótesis sobre cómo la pornografía infantil llegaría a infiltrarse al medio comercial del porno para adultos—, ahora me buscan para dialogar sobre sus investigaciones y utilizar la metodología que desarrollé para localizar a las víctimas y victimarios y no solamente contabilizarles.
Fue hasta 2009, mientras investigaba a las redes mundiales de tratantes en Asia central, cuando una de mis fuentes norteamericanas especializada en crimen organizado y blanqueo de capitales me escribió para preguntarme si yo creía que el descubrimiento de Satoshi Nakamoto*, quien utilizó la función criptográfica SHA-256 para evadir la vigilancia de las autoridades en la circulación de dinero electrónico, podía convertirse en un modelo de encriptación para compartir masivamente pornografía infantil de la niñez norteamericana. Respondí afirmativamente y mantuvimos conversaciones que parecían irreales. En 2011 ya había una variedad de dinero encriptado como Litecoin y Peercoin que utilizaban lo que en esos tiempos eran avanzados sistemas híbridos para evadir a las autoridades y la “censura policiaca”, las redes de crimen organizado fueron las primeras en utilizar el dinero encriptado. En 2014, el Reino Unido creó la primera comisión para regular el dinero electrónico; los demás países le siguieron.
Por desgracia, la investigación sobre pornografía infantil subproducto de la violación y la esclavitud humana no ha seguido el mismo ritmo que el criptodinero. Sabemos cuán importante es seguir el rastro del capital para encontrar el crimen; pero a pesar de la regulación, las corporaciones criminales han amasado grandes fortunas evadiendo la fiscalización oficial; lo hacen siguiendo nuevos modelos de algoritmos para ocultar sus delitos.
Hoy día basta escribir tres palabras en Google para encontrar cientos de miles de imágenes de pornografía infantil en la red. Los pedófilos que en la era pre-COVID-19 viajaban por el mundo buscando sitios turísticos en México, Tailandia, Camboya, Filipinas, Estados Unidos, Japón, Colombia, Panamá, España y República Dominicana, han encontrado con la pandemia nuevos sitios intangibles para ser cómplices de los crímenes de la esclavitud para la explotación sexual. Aunque todavía existen cientos de burbujas seguras en la red (tal como lo advertí en 2004), ahora los sitios comerciales de pornografía adulta se enriquecen más con la venta de material en que aparecen menores de dieciséis años.
Llevo años investigando este tema, entrevistando a niñas y adolescentes víctimas de explotación sexual, algunas de trata convencional, otras —cada vez más— víctimas de sus parejas, chicos de la escuela, padres, tíos, abuelos que, además de violarlas, venden o intercambian los videos de esa violación a los sitios de pornografía para adultos que, en realidad, han despertado un altísimo consumo de niños entre doce y dieciocho años. Hay una fascinación inexplicable de los violadores por exhibir su crimen como un acto de erotismo público. Desde el confinamiento atestiguamos la nueva exaltación de la sexualidad patriarcal y violenta que secuestra tanto el cuerpo como la intimidad de las mujeres menores de dieciocho años.
La pedofilia va ganando la batalla y tendremos que hacer todo lo posible por evitarlo porque, como escribí en Los Demonios del Edén hace quince años: esas víctimas desaparecidas y exhibidas en las redes, tienen a alguien buscándolas, intentando salvarlas; familias añorando su bienestar.
Miles de chicas sufren en silencio con pensamientos suicidas al saber que un video en que fueron violadas está circulando en internet mientras millones de hombres lo consideran material erótico para gozo personal. Recientemente Pornhub se vio obligado a dejar de aceptar tarjetas de crédito para los videos “especiales” que no son otra cosa que producto de la trata de niñas, cientos de chicas escriben cartas a estos sitios para exigir que sus videos sean bajados de las redes, pero en ese mundo las voces y la voluntad de las mujeres no importan.
Nunca como en 2020 se había consumido tanta pornografía en internet y sus víctimas tienen historias que contar. Los usuarios se han convertido en parte de la cadena de consumo de crímenes que, según las autoridades, nunca explotarían como yo había proyectado. Tener la razón es una desgracia, desentrañar la verdad detrás de los crímenes es una responsabilidad. Prevenir hubiera hecho toda la diferencia.
En 2019, las Agencias de Inteligencia Artificial reportaron 68.9 millones de imágenes de pornografía infantil circulando en internet.
No solamente hemos perdido la posibilidad de abrazarnos en la pandemia, la sexualidad ha tomado también otros caminos y en ellos millones de niñas están pagando el precio mientras alguien disfruta viendo “sexo de adolescentes” sin entender que es parte de una cadena criminal que destruye vidas.