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INTERNACIONAL


El año en que chocamos con nosotros mismos: Martín Caparrós



The New York Times / Madrid, España / Sabado 12 de noviembre del 2016

Hace unas semanas Katharine Viner, la directora de The Guardian, culpaba al algoritmo. En un artículo re-leído, re-citado, hablaba de ese “filtro burbuja” por el cual Google te muestra las opiniones que coinciden con la tuya, y contaba la historia de un amigo que, el día después del brexit, no encontraba en su Facebook a nadie que celebrara el resultado: todos los que veía estaban, como él, lamentándolo. La burbuja existe, pero es probable que no sea culpa de ese algoritmo tan temido. Es fácil atacar a los malos conocidos; más difícil pensar que la culpa sea propia.

El periodismo más prestigioso —¿el mejor periodismo?— del mundo se ha pasado estos meses mirando con ahínco la campaña electoral estadounidense. Una vez más, el mejor periodismo (?) se dedicó a confirmar lo que creía saber, a contar lo que lo confortaba y confortaba a sus lectores. Una vez más, el mejor periodismo (?) se enfrascó en un campeonato de ombligos, una conversa de besugos. Una vez más, no entendimos: no supimos leer lo que estaba allí delante.

Y no es solo la prensa, por supuesto; es ese —módico— sector de la sociedad que la consume y la modela, usted, él, ella, su jefe, su cuñada, mi tía Cata, el ministro, el secretario del ministro, su ginecóloga, aquel compañero del colegio, mis amigos, sus amigos, nosotros. Somos —creemos— los que nos interesamos por nuestra sociedad, los que estamos al tanto, los que tratamos de pensarla. Y se diría que seguimos creyendo en la vieja teoría del derrame: suponemos que los que manejamos la palabra pública —algunos periodistas pero sobre todo cantantes, directores, presentadores, publicistas, intelectuales varios, los famosos políticos— definimos lo que dicen nuestras sociedades. Suponemos, supongo, que nuestra posición dominante —nuestro control de los discursos y los medios— nos permite manejar el capital cultural y que, si acaso, a los demás les caen las gotas: que los demás piensan como nosotros solo que un poco menos y que, en última instancia, harán lo que creemos.


Pero resulta que no: tantos viven distinto, piensan distinto, imaginan distinto. No menos, no peor: distinto. Y nosotros, los dueños supuestos del discurso, no procuramos siquiera saber cómo. Para nosotros, ellos —millones y millones de personas que no entendemos, que no conocemos— son datos, números: a lo sumo, para tratar de manejarlos, intentamos averiguar sus cantidades.

Durante décadas el sistema pareció funcionar: las mayorías reproducían los comportamientos que les imaginaban las dirigencias —políticas, económicas, culturales—, ya no. El 2016 ha sido, para descubrirlo, un año clave. El 2016 fue el año que demostró que muchos de los que nos dedicamos a contar y pensar nuestro tiempo no entendemos lo que pasa en nuestras sociedades, y que la realidad es tan taimada como para actuar sin preguntarnos; el año en que tantas personas, en distintos países, de distintas maneras, chocaron de pronto con una roca oscura y descubrieron que esa roca era el mundo en que viven, su país, sus paisanos.

El choque fue tremendo: el brexit tras la Mancha, el No en el plebiscito colombiano, el presidente Trump. Lo que no podía pasar está pasando más y más; lo que no podía pasar sí que podía. Hay que reformular la idea: podía, solo que no sabíamos. Ya no sabemos qué puede o no puede pasar, ya no tenemos referencias sólidas porque dejamos de querer saber cómo son los otros, cómo somos. Nos alcanzaba con adaptar lo que veíamos a lo que suponíamos: reducir el mundo a nuestros preconceptos.

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Credit Pierre-Philippe Marcou/Agence France-Presse — Getty Images
–¿Cómo se puede votar a favor de una guerra? ¿Quién puede ser tan idiota como para preferir la guerra a la paz?

Repetían en los días del plebiscito por el acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC mis amigos colombianos. Ignoramos, y ahora empezamos a saberlo. Tenemos muchas formas de ignorar. Los políticos, por ejemplo, ya no conocen a la gente que dicen representar: los grandes partidos ya no están formados por ciudadanos movilizados sino por piezas de un aparato que las formatea y las aísla. No necesitan más —se creen que no necesitan más— porque su trabajo no consiste en participar de las preocupaciones de sus paisanos, en pensar con sus paisanos, sino en ofrecerles productos —eslóganes, sonrisas, esperanzas— a ver si se los compran. Y, para saber qué productos venderles, creen que les alcanza con aquellos números, las encuestas siempre tan vencidas. Si algo se ha derrumbado este año es la democracia encuestadora, esa variante más pobre aún de la democracia de delegación que se va resquebrajando por momentos.

Y la prensa —casi toda la prensa— sigue la tendencia, y la incrementa con esa vanidad de creer que contando las cosas definimos las cosas: que según lo que digamos que está pasando pasará tal o cual. En las elecciones estadounidenses el apoyo de los medios a Clinton era ensordecedor; no sirvió para nada.

La prensa —casi toda la prensa— les habla a sus iguales, conoce a sus iguales, entiende mal a los demás, les teme, los desprecia, se enreda en sus prejuicios: los votantes de Trump son hombres, son pobres, son cristianos, son machistas, son patrioteros, son brutos –por ejemplo, y damos por zanjada la cuestión—.

Por eso imagino que parte de la solución —una parte pequeña pero indispensable de la solución, nuestra parte de la solución— es hacer mejor periodismo: un periodismo que salga de los salones con alfombras y los restaurantes con acento y los secretos con favores y los mítines con globos y las encuestas con un margen de error de +/– 45 puntos, y se disponga a buscar, a mirar, a escuchar, a contar cómo es esa roca contra la cual, una y otra vez, chocan nuestras certezas y se rompen y nos dejan en bolas y gritando, perdidos en la niebla, aplastados por esta realidad que se nos ríe a carcajadas.

Se trata, aunque parezca puro perogrullo, de buscar lo que no sabemos –en vez de ir a confirmar lo que creíamos—. Quizás así podamos empezar a entender, a entendernos y ayudar a que aparezcan respuestas nuevas a la única certeza sólida de estos tiempos: que las formas políticas del siglo XX ya no satisfacen a millones y millones y que quieren otras. Y que si no aprendemos a entender ese temblor de fondo, los brutos choques de este año parecerán, en comparación, un buen recuerdo.