Veracruz, Ver.

     
Juan Gabriel Metinides




Vida oculta

Historias de hospital (I)



Domingo 15 de Octubre del 2017

La noche cae. Las escaleras de entrada al Hospital de Alta Especialidad de Veracruz funcionan como un ágora.

Arriba, en el último escalón, un pastor evangelista, vestimenta impecable --pantalón negro, camisa azul rey, corbata con estampado de flores tropicales--, alza con la mano derecha una Biblia desgastada por el uso y con el brazo libre, arenga a los familiares que tienen un enfermo en la cama de este hospital.

--¡Esta es una prueba divina, su fe está siendo probada, sólo aquí, en una cama de hospital, nos acordamos de Dios! --, exclama con tono de castigo a los familiares que le escuchan.

--¡Aquí los amigos de cantina no están, no vendrán a ver al enfermo, aquí las amantes no tendrán cabida, porque amigos y amantes ocasionales sólo quieren el gozo instantáneo, lúbrico, pecador! --, se desgañita el pastor.

Aquí en esta selva de concreto, en la ciudad, la religión es un asidero para las personas que vienen de las rancherías, de otros municipios, de otros estados del sur del país.

La oración es la moneda de cambio para que el hijo, el esposo, la cónyuge, el padre o la madre, se curen.

Es una operación de ganar-ganar. El pastor sale regocijado porque ha metido más ovejas al rebaño divino. Los familiares escucharon un bálsamo bienhechor ante tanta deshumanización en una ciudad que los devora cada día.

No todo es malo. Entre las sombras de la escalinata del HAEV surgen los buenos samaritanos.

Un hombre cuarentón estaciona su Jetta Clásico en la orilla de la banqueta, se para recargado en la cajuela, en espera a que termine el sermón del pastor.

Cuando el religioso bendice a quienes lo escucharon, el hombre abre la cajuela, baja, con ayuda de tres mujeres, dos ollas de aluminio llenas de atole de arroz en ebullición, dos cajas de huevo con tortas preparadas para agasajar a la multitud.

El hombre del sermón es ignorado al instante. La multitud se agolpa en torno al hombre que multiplica las tortas y el atole (aunque no traiga Biblia bajo el brazo). Todos obtienen su ración, hasta el reportero que pendejeaba anónimo entre la plebe.

Los familiares, hambrientos, buscan un resquicio en la escalinata, en las jardineras, que les sirva para sentarse a comer su torta y su vaso de atole.

--¿Por qué esta acción de traer de comer a esta gente? —pregunta estúpidamente el reportero, ejerciendo el oficio más antiguo del mundo, interrogar.

--Porque no sólo de sermones religiosos vive el hombre--, contestó el buen samaritano anónimo.

Después de vaciar su carga saciadora, atenuante para el dolor de tener un pariente enfermo tras las gruesas paredes del Hospital Regional, el hombre y las mujeres se fueron como llegaron: en el más absoluto anonimato.

Aquí no hubo Facebook live, ni fotos para propaganda del ego personal ni para el sumario institucional, ni para la propaganda estúpida que busca votos potenciales.

El reportero, sorprendido, pese a que la primera condición de un periodista debe ser la incredulidad, quitó la servilleta de su torta, se sentó junto a dos niños, a disfrutar de los pequeños placeres de la vida.

--¿De qué les tocó? —
--De Jamón—dicen los niños.
--A mí de pollo, no me pidan porque no les daré—responde el glotón reportero para atraer la atención infantil.

Terminaron los tres compartiendo las tortas, en homenaje humanístico al buen samaritano.

Pastor y tortero obtuvieron casi doscientas firmas de respaldo para entrar al cielo.

De algo les servirán.