Veracruz, Ver.

     
Juan Gabriel Metinides




Vida oculta

Pabuche



Miercoles 23 de Agosto del 2017

Nunca crucé palabra con Cándido Ríos Vázquez, un trailero que se hartó de serlo para morir como periodista en un pueblo cañero del sur de Veracruz.

Cuando vi la fotografía de su cadáver tirado en el pavimento, lo sentí desvalido, desaliñado, casi en la franja de la indigencia.

En este oficio te deshumanizas, aprendes a sopesar las escenas, dichos, hechos y contextos de una noticia.

La frialdad de los números así lo marca: “Pabuche” es el noveno periodista asesinado en lo que corre del año, en México.

Ríos Vázquez es el segundo reportero que muere en el bienio de Miguel Ángel Yunes Linares.

Los textos periodísticos, las declaraciones, deslindes, exhortos, recriminaciones y demás monsergas burocráticas de los organismos defensores de los periodistas, cuyo radio de acción se limita a disparar comunicados y publicar obituarios; ahí están.

Volvemos a la tragedia humana, al lento suicidio voluntario de ser periodista.

La camisa -a rayas negras y blancas- del reportero muerto parecía de papel china, traslúcida de tantas lavadas y secadas al sol bravo de Juan Díaz Covarrubias.

“En algo debió meterse”, pensé al escribir la nota de su muerte. Nadie mata a un reportero porque amanece con el diablo en las entrañas.

Cuando vi su video colgado de su perfil de Facebook, grabado en un cañaveral desbrozado, terso como una mesa de billar, listo para recibir nuevas matas de caña de azúcar, me sentí conectado con este hombre de barba hirsuta, bronca la palabra, áspero de formas, pero con la sinceridad que da la ignorancia.

En este ejercicio de plena libertad de expresión que ofrece la red social, Cándido Ríos Vázquez “Pabuche”, se exorcizó, reconoció que libraba batallas diarias con la gramática, que era un reportero pobre pero digno.

Nueve días antes que lo asesinaran, bajo el sol perpendicular de San Juan Sugar, mostró su cartera, raída, “ando frío señores, miren mi carterita, cien pesos; pero ando feliz”, se dijo a sí mismo. Lo dijo con una expresión sincera, alejada de toda vanidad.

Se metió la mano al pantalón de vestir que vio pasar muchas festividades, el mismo que vestía ese 22 de agosto cuando fue asesinado de rebote, por acompañar a las personas equivocadas, “no por su labor”, según sostuvo el enterrador de periodistas, Roberto Campa Cifrián.

Las balas iban dirigidas a los otros muertos, no a “Pabuche”, retuercen la realidad los funcionarios, preocupados por su figura, por bajar los kilos ganados en el escritorio, que por la vida ajena.

El plomo candente no tiene sentimientos, ni discrimina; mata. Cándido Ríos Vázquez está muerto. Es un cadáver yerto, un despojo que nos recuerda que los periodistas somos piezas desechables en el tablero de los poderes fácticos e institucionales.

Los periodistas somos una plaga, nos reproducimos por ósmosis, siempre habrá uno jorobando al funcionario, cacique o mafioso. Esa es la encomienda.

Sus muertes servirán para que otros compañeros de oficio vivan de la carroña burocrática, para que sean enterradores temporales, para que el “perro no come perro” sea sólo una expresión para lavar las culpas de la conciencia de recibir una dádiva institucionalizada, un chayote oficial, en montaje escénico de la protección periodística.

Nunca crucé palabra con Cándido Ríos Vázquez, pero su rostro anguloso, huesudo, de quijadas herméticas, me obligó a sentarme en la computadora.

Sus palabras hoscas, sus movimientos erráticos, su figura quijotesca, me orillan a rendirle un homenaje sencillo, franco, directo; en tanto que su memoria no sea borrada por otra muerte inminente, en esta barbarie imparable donde la vida no vale nada, como él mismo sentenciara en epitafio a priori, nueve días antes de su muerte.

Viaja en paz “Pabuche”, viaja ligero, húrgate en las bolsas una moneda de diez pesos para dársela al barquero donde los otros periodistas muertos teclean en viejas Remington, nuestros propios obituarios adelantados.