Veracruz, Ver.

     
Pedro Cruz




Pedrerías

Mis actuales amantes me preguntan…



Lunes 14 de Agosto del 2017

Mis actuales amantes me preguntan, no sin un dejo de morbo, en dónde aprendí todo lo relacionado con el arte de amar.

Les presumo que nadie me enseñó, que es un don natural, sin embargo, eso no es cierto, lo aprendí de la mano de una experta en la cama cuyo recuerdo me hace agua la boca.

Ocurrió hace muchos, muchos años.

La conocí en lo profundo del Parque Zamora junto a los gigantescos almendros donde hacían sus nidos los pichos.
Aquel año, el verano había llegado a mi puerto con toda su fuerza arrasadora.

Sería alrededor de las seis de la tarde, pero sol, inclemente, quemaba todo a su paso.

La humedad en el ambiente era tal que empañaba los cristales de mis lentes.

En las casuarinas centenarias los pijules no dejaba de chillar con su ruido ensordecedor y las gaviotas planeaban descompasas en la línea de la costa.

El tranvía hacía su ruta normal, pero a esa hora de la tarde, iba casi vacío buscando la salida hacia Villar del Mar.

Yo tenía alrededor de 17 años, ella me doblaba la edad.
La vi junto al monumento del poeta inmortalizado en su pedestal de cobre señalando su con su dedo flamígero a los profanos.

Los homosexuales, eternos inquilinos del parque, atosigaban a los transeúntes varones con sus propuestas indecorosas.

Mi mundo era un microcosmos que no pasaba del centro histórico de mi ciudad.

No sé si yo la vi primero o ella me vio a mí.
Creo que llevaba, en la mano izquierda, una nieve que sorbía con la lengua con maligna satisfacción.

Yo me había escapado de la escuela, aburrido de las clases de literatura. Hasta entonces el mundo de los escritores clásicos me parecía aburrido e indigno.

No era lo que yo esperaba de la vida; todavía no había descubierto a los autores que llamaban a las cosas por sus nombres.

La seguí cuando cruzó la calle Rayón y enfiló por la avenida Independencia. Por primera vez en mi corta vida no sentí temor; como un barco soltado de las amarras, navegué a la deriva por aguas inciertas sin faro que me guiara sorteando a los autos y los transeúntes.

Mientras la persecución perduraba, escuché los latidos de mi corazón, similares a los tambores de la batucada que se preparaba para el carnaval.

En la perfumería del chino Wong se detuvo y me vio de reojo. Yo también frené en los escaparates de la zapatería del libanés Chantiri.

Reanudó su paso y yo metí segunda velocidad. Entonces pude verla con total nitidez.

Era bajita, tal vez no medía más de un metro con 50 centímetro, peros sus caderas, enormes como las de una potranca salvaje, se movían al compás de sus pasos, provocando un ruido sordo al contacto con la tela de su vestido en el barullo de la tarde.

En la esquina con Francisco Canal se detuvo en seco, cuando cayó en la cuenta de que la seguía, dio media vuelta y me miró de frente y de perfil.

El valor había llegado a mi corazón con la racha de un viento del norte y, para entonces, estaba dispuesto a enfrentar mi destino como el soldado que tiene que morir en la trinchera con el fusil en las manos.

No recuerdo qué le dije o qué me dijo. La conclusión es que la cobardía me había abandonado por completo y estaba dispuesto, por primera vez en mi vida, a enfrentar mi destino por incierto que fuera.

Mi memoria está rota como un espejo fragmentado por el tiempo, por lo que no tengo más detalles de la conversión. Lo que está nítido en lo más profundo de mi conciencia eran sus senos morenos, turgentes, demasiados grandes para su estatura, que se movían desafiando las leyes de la gravedad.

Los bucles negros le caían sobre los hombros; su cara, casi de niña, tenía un símil con la virgencita de Guadalupe.

Me dijo que iba a ver a su novio y me rogó que la acompañara porque al lugar donde se dirigía era “muy peligroso”.

En ese momento no medí el alcance de sus palabras. Le contesté que era capaz de acompañarla al fin del mundo, al mismísimo infierno si fuera posible.

Como dos adolescentes sin gobierno, salimos del centro de la ciudad y tomamos la calle Montesinos con rumbo a las muelles; el sol declinaba poco a poco y la temperatura había descendido dos grados.

El mundo se había vuelto más soportable y conforme nos acercabamos pude sentir en mi rostro la brisa marina y el olor perpetuo de las aguas puercas de la bahía.

Entonces no había restricciones para ingresar al recinto fiscal; muchos marinos, como su novio, tenían el estatus de “nacionalidad restringida” y no podían bajar a la zona de los Portales, así que cuando la noche tendía su manto sobre mi ciudad, el ajetreo del puerto paraba y se convertía literalmente en una zona roja.

Un filipino la esperaba en el muelle dos, de pie en la proa del barco; ella le habló en un inglés entrecortado, él le contestó en tagalo.

Le dijo que yo era su primo, que me rogó para que la acompañara; el filipino, con un parecido asombroso a Manny Pacquiao, me echó un vistazo y pareció convencido.

La tomó de la mano y se perdió de mi vista; la esperé impaciente sentado en el cabo de amarras del buque mercante.

Empecé a contar los segundos pero me distrajeron las mujeres, escandalosamente maquilladas, que subían a los barcos con cigarrillos entre los dientes.

La ciudad, vista desde los muelles, me subyugó con sus luces como miles de cocuyos en una noche sin luna. Cuando estaba a punto de regresar sobre mis pasos, la vi descender por la escalerilla del barco, mientras su novio le decía adiós con la mano desde la escalerilla.

Ya no recuerdo qué me dijo en el trayecto de regreso. Traía unos cuantos dólares para sobrevivir un mes y un perfume penetrante elaborado con las esencias más exóticas de las Filipinas.

La acompañé hasta el Patio de las Palomas; vivía con su madre y sus hermanos en la accesoria número 13. En la entrada una señora vendía tamales y la saludó con cortesía.

A la luz de un tenue farol unos niños jugaban a la pelota y mientras dos gatos ronroneaban por los tejados. El marino tenía una ruta regular al puerto, arriba cada 30 días, ya que su barco tenía que atravesar por el Canal de Panamá para acceder al Pacífico y viceversa.

Me dijo que 30 días para ver a su novio era mucho tiempo. Ella me enseñó, cosas en el arte de amar que no debí aprender, pero que se dieron al compás del movimiento de unos senos morenos enormes cuyos pezones tenía el tamaño de un higo.