Veracruz, Ver.

     
Pedro Cruz




Pedrerías

El Cantante



Miercoles 22 de Marzo del 2017

"Ni cadenas ni lágrimas me ataron"...entona el cantante con voz cansada mientras rasga una vieja guitarra en tanto que un chico, que parece ser su hijo por el parecido físico, acompasa el ritmo con un güiro estropeado.

Son las diez de la mañana en el Cochinito de Oro; el equinoccio de Primavera ha ingresado con saña en la ciudad: son 38 grados a la sombra; un viento que proviene del Malecón, ingresa como un fantasma frío por las puertas y ventanas abiertas de par en par y alivia un poco el ambiente entre el olor a manteca por el freír sin cesar de las fritangas.

Un grupo de turistas desayunan huevos tirados, empanadas de pollo, picadas rancheras, gordas de mole y sorben con evidente estridencia refrescos Zaraza Vargas, café negro y lecheros sin ningún pudor, sin contratiempos, sin prestarles atención a los artistas callejeros.

El cantante es de mediana estatura, como de cincuenta años, tal vez más, de tez blanca y de cabello entrecano y algo largo, casi a los hombros. Lleva una guayabera blanca muy raída mitad lino y mitad algodón, pantalón de poliéster y mocasines blancos sin calcetines.

Su voz da la sensación de que alguna vez fue educada y de buen registro, pero ahora se nota tenue y ronca. "Más hoy quiero la calma y el sosiego"... prosigue y logra armonizar de corrido algunos acordes en su destartalada lira adornada con calcomanías infantiles de esas que aparecen en las bolsas de botanas, prácticamente sin moverse de su sitio.

El chico tiene su misma estatura, pero 25 años menos, es de cara afilada, lleva una cola de caballo hasta la espalda. Es más blanco de piel y mantiene bien recortado un bigotillo ridículo. Se nota que se ha afeitado, por un corte que se hizo en el mentón, también se ve cansado.

A diferencia del viejo que sigue invariable, tanto en la pose como en la voz, éste se mueve por las mesas tocando el güiro con un peine. Lleva una camisa también blanca arremangada. Se nota enfermizamente delgado, usa pantalón de color caqui y cinturón blanco como sus zapatos. El pelo largo bien recogido en una coleta le da un aspecto fachoso.

Mientras el cantante culmina "y por Dios, olvídame después"...su acompañante pasa el güiro entre los comensales quienes, la mayoría indiferentes, en forma mecánica, sin reconocer su arte, le sueltan algunas monedas al interior de su instrumento.

Una raquítica ganancia, dos pesos aquí, tres acá, cinco le da una dama de abundantes carnes, entrada en años y con el cabello teñidos de rubio; un hombre indefinible que desayuna en el rincón sin compañía le dice que no tiene monedas, que regrese cuando haya pagado la cuenta.
Sólo entonan una canción. Es todo el repertorio matutino.

Para cerrar su actuación, en son de despedida, el cantante, en su papel, hace una reverencia, sonríe torpemente y se inclina hacia delante flexionando la mano derecha como si se estuviera cerrándose el telón de un gran teatro.

Por último se para en posición de firmes, hace un saludo de general con la mano en la frente, esboza una sonrisa más y da media vuelta, seguido de cerca por su hijo, quien va contando el dinero de las propinas con la mano al estilo de los ciegos, por el puro tacto.

Toman la avenida Zaragoza y doblan en la calle Esteban Morales.