Veracruz, Ver.

     
Pedro Cruz




Pedrerías

El hombre zopilote



Lunes 6 de Marzo del 2017

Historias que me contaba mi abuelo: el hombre que se convertía en zopilote.

Al subir la hondonada del río el calor se vuelve agobiante; calculo que es apenas mediodía.

Las bestias van dejando una nube de polvo por la senda y al tomar la planicie se abre un páramo infinito.

No hay una brizna de aire fresco en esa parte del mundo; el viento caliente golpea mi cara como el vaho del perro que cuida las puertas del infierno.

Luego de dos horas de trayecto, hacemos alto a la sombra de un enorme palo mulato con un follaje ralo pero que nos sirve de consuelo por un momento.

El canto de las chicharras cesa. A lo lejos, muy a lo lejos, en el cielo infinito, diviso una pareja de buitres que planean a dos mil metros del suelo sin ritmo, sin gracia, como descompasados.

Por primera vez envidio la gracia de transformación de Casildo, mi fiel guarda-espaldas, quien puede convertirse, previo conjuro, en zopilote o en serpiente. Si tuviera, pienso, la misma virtud me convertiría, ahora mismo, en águila, en halcón o en cualquier otra ave rapaz para escapar sin volver la vista atrás.

Reparo en mi acompañante. No era tipo alto. Viste una guayabera blanca, sucia y raída, pantalón de algodón también muy gastado; un sombrero tejano ladeado y unos botines de charol. Advierto por los surcos en la piel de su cara que al menos cincuenta veranos ardientes lo han azotado con furia, sin clemencia.

Ninguno de los dos habla. Nos dedicamos a mirarnos mutuamente como tratando de adivinar nuestros pensamientos.

En un momento determinado me parece ver arriba de su sombrero en vivas imágenes sus cavilaciones.

Atribuyo al calor la divagación y ordeno seguir la marcha. Antes de partir Casildo, juega con sus armas: un revólver 38 y su cuchillo de combate de 25 centímetros.